Las tardes tenían un denso tono amarillo porque el calor se aposentaba en ellas y no se marchaba hasta bien entrada la noche. Los amaneceres sorprendían a todos en medio de un sueño tardío y sudoroso. El pueblo se aletargaba en verano y extendía su placidez como una cinta dorada al borde la carretera. Las tareas diarias, las compras, el trabajo, el vino del mediodía, todo se convertía en un ejercicio lento, demorándose los sentidos que sólo parecían despertar en la madrugada, cuando, por fin, un fino manto de transparente rocío lo cubría todo. Así, las horas se escribían con el paso cansino de los rayos del sol, que, día a día y sin descanso, presidían la vida del pueb...
más información