Tenía ocho años la primera vez que escuché el entrechocar de las bolas contra las paredes metálicas del bote de pintura en spray, que asocié el olor a disolvente con la libertad y la rebeldía, con la necesidad de encontrar un mundo nuevo fuera de la monótona seguridad de mi vida sin sobresaltos. La mano que agitaba ese envase con eficiencia preciosista pertenecía a un joven encapuchado, que desde mi perspectiva de niño, se mostró como una especie de secreto superhéroe que, desde la clandestinidad de la noche, luchaba contra el represor poder establecido, como ocurría en los comics que sustraía a mi hermano mayor y que leía a escondidas bajo las ...
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