Los hombres de ciudad miran la naturaleza, no la observan, a través de una ventana. La ventana es pequeña y cabe en cualquier sitio: un rascacielos, una unifamiliar, un bloque lóbrego con la ropa tendida en el patio interior. Es una mirada plana y llena de adjetivos inexistentes. No hay naturaleza sin olor, sin sonido, sin el tacto áspero de la tierra que te raja alas manos y dibuja pequeños tatuajes en el antebrazo. Pero los hombres de ciudad entienden que esta carencia es llevadera y que bastará hacer el camino de Santiago o unas vacaciones en el hotel rural para quedar ratificados por la madre tierra. Desconocen casi todo de ella y por eso no distinguen la magnitud de su ignor...
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